lunes, abril 28, 2008

"A Drink With Shane MacGowan" (Grove Press, 2001)


Maníaco religioso, hedonista total… maestro de la tradición oral

Polémica (más de un Pogue se ofendió, en su momento), brutal por lo descarnado del testimonio, explicativa como un corte forense que dejase al descubierto un corazón que aún se empeña en latir, la biografía de Shane MacGowan, ejecutada al alimón con su novia de muchos años gloriosos y difíciles y actual mujer, la periodista Victoria Mary Clarke, es en realidad una secuencia de entrevistas en distintos momentos y lugares transcritas tal cual con mínimas introducciones. Un descenso a pulmón en una existencia tan salvaje, egocéntrica, torturada y en muchos momentos hermosa que, definitivamente, cambia cualquier visión preconcebida que uno pudiese o -quisiese- tener sobre el inventor del "Paddy Beat". Y no es que Mac Gowan no resulte ser el alcohólico y drogadicto a menudo patético que todos conocemos y en cuya visión los miserables gustan de regodearse. Lo es. El libro descubre sin embargo, lo que algunos se niegan a ver: que es también mucho más. "Cuando miro atrás, hacia mi niñez, me pregunto como me las arreglé para sobrevivir. Era, por supuesto, una niñez miserable: La niñez feliz difícilmente vale la pena. Peor que la ordinaria niñez miserable es la niñez miserable irlandesa y todavía peor es la miserable niñez de un irlandés católico". Son palabras de Frank McCourt. Con ellas abre "Las cenizas de Ángela", el libro en el que describe su infancia en Limerick y que le valió un premio Pulitzer en 1996, cuando ya pasaba los sesenta. Los primeros capítulos de la vida del otro Mac, el nuestro, parecen empeñados en decir exactamente lo contrario. El escenario de sus primeros días en el poblacho de Nennagh, condado de Tipperary, donde pasaba los veranos y donde sus conceptos sobre la vida y su código moral fueron cincelados a fuego para siempre, se nos puede antojar, es cierto, un sustrato fantasmagórico, la cara grotesca y asfixiante del amable, noble universo que John Ford retratara en "The Quiet Man". Un circulo rural del infierno poblado por paletos alcoholizados y reducidos a la mínima expresión del intelecto, embrutecidos simpatizantes del Ira y solteronas con histeria religiosa aguda que empujan al niño MacGowan a un inevitable vicio precoz. Pero una vez más todo lo decide el punto de vista personal, la incidencia de la luz del entorno sobre el cristal de la propia alma. Y en lo que para unos es brutalidad encuentran otros picos de belleza difíciles de explicar a quien no es capaz de percibirlos por sí mismo. El infierno de McCourt es, al cabo, el paraíso de MacGowan; y es allí, rodeado por figuras que para él son heroicas y cuya altura no volverá a ser igualada, bebiendo y apostando a los caballos y fumando desde los cinco años, donde es feliz como no lo será jamás de nuevo. Es allí donde se forja el conocedor profundo del folclore irlandés, el carácter al tiempo introvertido y desafiante; y donde se pone la semilla del maníaco religioso y el bandido visionario. Hay algo que comparten muchos católicos y no pocos rockeros, que al cabo las fes distintas siempre tienen puntos en común. Ambos tipos de fieles parten de la idea del paraíso perdido, y es en torno a ésta que se expanden una serie de respuestas que van de la furia ciega a la nostalgia contemplativa, de la mortificación al hedonismo extremo. MacGowan pertenece sin duda a ese esquema de pensamiento antañón y romántico (como Nikki Sudden. O, salvas las distancias, Valle Inclán), pero, suerte para nosotros y para él, es capaz de sacar oro puro de sus evocaciones de lo feliz, que ya pasó, y sus constataciones de la macabra oscuridad, que sigue aquí. Viene, después del paraíso, la juventud primera, en Kent, donde florece una precoz cultura literaria ("A mi tía Catherine le gustaban Joyce, Behan y el rollo ruso. Mi padre o yo tomábamos prestados "Ulises" o "Guerra y Paz" constantemente. También me interesó por Mikhail Sholokow y su libro "El Don Apacible").Y luego Londres, donde la desdicha se apodera definitivamente del cuadro en una secuencia de dickensianas andanzas juveniles, desencuentros, palizas, desarraigo, pequeña delincuencia y precoces problemas mentales (su primer internamiento en un centro psiquiátrico data de los diecisiete años y está motivado ya por el abuso de drogas). Y también, por supuesto, el punk, los Pogues, los chismes y las derrotas y la vida conyugal, probablemente pura disfunción. Un descenso a los infiernos que puede llegar a ser hilarante por momentos y donde las historias que en boca de otro sonarían bravuconas y falsas reverberan con la natural claridad de lo inevitable. Sus respuestas, razonadas y extensas, fluidas, preñadas de la maestría del contador de historias nato, se extienden a menudo con delicadeza –o sin ella- sobre personajes laterales que a veces parecen salidos de la cámara de los horrores y otros de un show de los Monty Python pero que al fin -no nos engañemos, echemos un vistazo a nuestro propio mundo cercano- no proceden sino de la vida misma. Sketches de periodos histórico inciertos y convulsos, violentos ("Inglaterra estaba llena de putos inmigrantes luchando entre ellos por trabajos mal pagados. Y había una epidemia de drogas (…) Y los chavales irlandeses estaban divididos por la mitad, de una manera muy dura. O decidían que nunca serían ingleses (…) o se avergonzaban de sus propios padres y raíces y asumían la creencia general de que los paddys eran estúpidos, violentos y borrachos"). Escupitajos de realidad que dan luz a una vida cabalgada sobre las obsesiones que a todos nos conciernen pero que no todos somos capaces de describir con igual valentía suicida o de vivir con parecido desprecio por la muerte. Pasean por esas páginas muchos MacGowan, pues. El niño soñador, el barman adolescente, el pandillero juvenil ultraviolento, el raterillo avispado de azules ojos soñadores, el punk inventor de fanzines de un solo número, el profundo amante de su familia, sus amigos y su patria sentimental, la arruinada estrella de rock incapaz de dejar atrás sus cuelgues ("Las drogas más adictivas son el brandy y el crack"), el compañero delicado, el nacionalista irlandés convencido que odia a los ingleses con saña ("mi odio se reforzó porque resultaron ser la pandilla de hijos de puta que me habían dicho que eran"). Inútil describir en estas líneas más detalles cuando uno puede leerlo por su cuenta y descubrir la abismal profundidad y el frondoso disfrute que a menudo le negamos a la propia experiencia. Recomiendo su lectura antes o después de las "Memorias" de John Huston, otro libro asombroso. Dos vidas paralelas en su aparente divergencia que se complementan y se sirven de mutua medida. He aquí al hombre, en toda su dolorida y apaleada dignidad. Imprescindible. //LUIS BOULLOSA (Extracto de un artículo publicado en la revista Ruta 66)

1 comentario:

Anónimo dijo...

xa levo uns cantos grolos de shane na soidade do meu retiro monástico co libro que me deixaches... tanto me afectou que fixen un podcast para un cursiño de inglés audiovisual que andaba a facer... saúde e a ver cando nos volven botar dos bares