lunes, abril 12, 2010

Caballeros de vacaciones (Y II) - Delfines y otros hippies con éxito

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(Texto publicado originalmente el 25-5-09)

«I´m going where the sun keeps shining», cantaba Nilsson, que no era precisamente Baudelaire, ni falta que hacía. En realidad la canción es de Fred Neil, un prodigioso músico salido de las sucesivas camadas del hervidero folk de Greenwich Village (Nueva York) a principios de los sesenta con al menos dos álbumes imprescindibles: "Bleecker & MacDougal" (65) y "Fred Neil" (66).

Suyo es el mérito pues, de crear una de las canciones de evasión definitivas, esas que sirven en mañanas de resaca para proporcionarnos un sutil hilo de fe que seguir: «Todo el mundo me habla/y no oigo ni una palabra de lo que dicen/solo los ecos de mi mente//La gente se para y me mira/no puedo ver sus caras/sólo las sombras de sus ojos//Voy hacia donde el sol sigue brillando/a través de la lluvia que cae/hacia donde el clima encaje con mis ropas/alejándome del viento del noreste/navegando en la brisa de verano/saltándo sobre el océano como una piedra». Y suyo el mérito aún mayor de cumplir sus propias expectativas y liberarse, retirándose realmente a donde el sol brilla para ocuparse en otra de sus pasiones, los delfines.

Yo y los Goodby Mass, mi banda de entonces (un entonces universitario e inocente, visto con doce años de distancia) solíamos hacer el tema en directo. No se si la idea fue de Julio Martín o mía, pero él lo cantaba con ese deje anglo y afectado que era su marca de la casa y había sugerido una variación que la hacía ligeramente más fría. Nos salía bien, aunque no pegaba demasiado con el resto del repertorio, una amalgama de instrumentales y temas cantados por donde se colaban influencias de la época, supongo (Radiohead, Mogway), y algunas intemporales (Jules siempre ha tenido ese necesario punto de caballero de vacaciones: cerca de los beatles o los kinks, lejos de los extremismos y los alardes inútiles).

Claro que en aquella época ninguno quería huir, exactamente; habíamos conseguido escapar, más bien, de la familia, y el reino que transitábamos se mostraba complicado pero pleno. De nuestro paso musical queda una maqueta que aún enseño a las amistades de cuando en cuando y que grabamos en una casa de campo en Galicia, usando el enorme salón como estudio improvisado, creyendo que había una vida mejor, notándola casi sobre nosotros, cuatro pistas de guitarra más allá. No fue así, claro, aunque hubo otra vida, inesperada, como siempre pasa, vivida casi siempre sin darse cuenta; condenada a existir lejos de la ribera ideal de los viejos sueños.

Si volviéramos a tocar «Everybody is talking» ahora, todo sería distinto. La urgencia de la huida se acentúa con los años. La breve tonada evocadora de paraisos junto al mar se torna ácido retrato de lo que siempre quisimos hacer y nunca hicimos. De lo banal de las conversaciones y las gentes que nos atosigan pensando, como nosotros, que tienen algo importante que decir exactamente ahora, a las tres de la mañana y después de diez copas de anís. De lo constante de la intoxicación en la que se desarrollan todos los teatros. Arribar a costas de pacharán con serrín por arena no era la idea. Sigue sin serlo. Pero pedimos otra, a la espera de un soplo de vida que nos levante y nos haga andar, como lazaros a medio amortajar, hacia una vida mejor. Con los delfines, que, como alguien le dijo en California a Edgar Morin «son hippies que han tenido éxito».

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