domingo, septiembre 25, 2011

HIJOPUTAS Y ÁNGELES (un elogio de mis bares oscuros)



He hecho gran parte de mi vida en bares oscuros. No es una declaración de malditismo ni una pose. Me gustaban, y me gustaba beber, y he hecho gran parte de mi vida allí, en esas atalayas subterráneas en las que todo el mundo se conoce o se ve venir y las noches oscilan entre el desperdicio de material humano y la terapia de grupo. Hay una especie de feroz alegría en la tristeza, a veces, y por ambas, alegría y tristeza, perdonas y eres perdonado en sitios así, alejados de la sociedad exterior tanto como se puede estar (o sea, poco, pero algo). Hasta allí llegan las miserias en volquetes, pero también los chistes y la sabiduría. Todos intuyen que los otros y ellos mismos acabarán mal, quizá, pero se divierten porque saben que eso le pasa también al Papa, al comisario y al juez. Se divierten en ese lago residual en el que, con la iluminación adecuada, los jirones de las vidas pueden llegar a brillar con una luz casi sublime. Todo es allí al tiempo insoportablemente común y vagamente extraordinario.

Soy de bares oscuros, sí, no de tascas de aperitivos, aunque las pueda frecuentar; no de maratones alcohólicos que empiezan antes de comer, aunque he corrido unos cuantos y a menudo he entrado ganador en esa meta del catre donde raramente esperaba nadie. Tampoco soy de terrazas: al contrario que al personal, me provocan una extraña inquietud, como si hubiese algo muy urgente que hacer que yo he olvidado. Soy habitual y “parroquiano” -“a regular” que dirían los ingleses, encristianados nosotros, marciales ellos-, y tengo querencia por sitios donde las mujeres están –haberlas haylas- pero no son multitud ni mayoría, lo cual no es ni mejor ni peor cuando lo que se busca no son mujeres.

“En el bar de Katy/la noche nunca tiene fin/En el bar de Katy/entras pero nunca/sabes cuando vas a salir”, canta el amigo Miguel Oñate, que sabe de lo que habla y al que conocí allí mismo, como a tantos más. Ese es uno de mis bares oscuros, quizá aquel en el que he dejado, para bien, más neuronas, y en el que he vivido más disparates memorables, más noches desoladas y más epifanías de baja intensidad, aunque muchas, es cierto, las había olvidado ya antes del siguiente y doloroso despertar.



Durante un tiempo, lo recuerdo, fui también un hombre de resacas. Caminé por ese filo extrañísimo en el que disfruta uno del cuerpo deshecho tanto o más que de la noche de farra que lo provocó. A ciertos niveles de comportamiento abisal, una borrachera no es más motivadora para uno que un polvo estilo misionero para un actor porno. Se buscan otras cosas, aunque sea a escala. “Vive el peligro y vivirás más”, decía Fernando Alfaro cuando era un niño oscuro y un genio.

La mayor parte de quienes me conocen pensarán –benévolos consigo mismos, borrando sus propios rastros con ácido social- que he malgastado todos esos días perdidos en los locales públicos. Y es cierto, los he malgastado por voluntad y con gusto, a salvo momentáneo de todo aquello que es ortodoxo, correcto, atado y bien atado. Los he repartido entre los perros con enorme placer porque eran míos, los he liquidado sumariamente, con brío y, en general, con estilo. Los he visto desaparecer, codo a codo en la barra con hijoputas y ángeles, en un imperecedero camino de los palacios a las cabañas y de vuelta otra vez, escuchando Rock&Roll, tocando al mundo no con la punta de los dedos sino con el cuerpo entero, las manos llenas, el hígado, la boca, las vísceras. No sé si existe el alma, pero después de una noche de las buenas en el bar de Katy, saliendo radiación del día, lo que te queda debe ser eso, porque mucho más no hay.

Intentar una lista de momentos y gentes daría para varios libros difíciles de escribir y más difíciles de creer, por mucho que las situaciones sean (ferozmente, eso sí) mundanas. Yo no los escribiré: ya los viví y me basta. Hay algo en la vida de un bar oscuro que incita al silencio, a no contar, a mantenerlo todo en inadvertido secreto de colegas para que un día, en cualquier otro sitio, en otra conversación, surja de pasada y en todo su esplendor. Es un esplendor de claroscuro, claro; es un fogonazo de pintura negra, y decir que no ha habido días absurdos y barras tristísimas sería estúpido. Pero es que en todas las familias los hay.

Ahora pienso vagamente en cuidarme un poco, que buena falta me hace, pero incluso aquí, recluido en el campo, supuestamente a salvo de idiotas y becerros y de mi propia y destructiva capacidad de introspección; incluso aquí, soñando con irme a vivir a Santa Fé o a Australia, sé que soy carne de bar oscuro y no lo niego. Me gustan, es sencillo, y en ellos he sido muy feliz.

Curioso, pienso después, por último, que el Rock&Roll, empeñado en hablar de la libertad acabe consignado a dos espacios inevitablemente claustrofóbicos: El local de ensayo y el bar. Redentor, revelador que sea él mismo, ese malgastado y malentendido Rock&Roll, el único capaz de transformar a ambos cubículos, de nuevo, en espacios de libertad.

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