martes, noviembre 29, 2011

CANCER MOON - TU CEREBRO ES MI CÁRCEL

Photobucket

(Artículo de LUIS BOULLOSA sobre la banda bilbaína CANCER MOON publicado en el Ruta 66 de diciembre, ya en kioscos. Reedición remasterizada de su primer disco, HUNTED BY THE SNAKE disponible en vinilazo y con soberbio texto explicativo de su productor, Jaime Gonzalo, cortesía de DISCOS CRUDOS)




“My Jail is in your brain”
(Voice of the Sax)

Because I want it. Because I need it. Deseo y necesidad: fáciles de diseccionar quirúrgicamente sobre un papel, imposibles de separar, como siameses unidos por la cabeza y el sexo, cuando se trata de la vida real. Dualidad que es, al cabo, el sustrato de todo el arte necesario y nos permite sobreponernos a las propias taras y los entornos hostiles para permitir el paso de esa luz bajo la que las visiones coagulan en forma de discos, cuadros, libros, amor o simples palabras que arrastra el viento. Claro que el arte necesario se ve cada vez menos por estos pagos del Rock&Roll. Y claro que el arte necesario no es necesariamente y siempre arte sublime. Los Cancer Moon, sin ir más allá, estaban tan lejos de lo sublime como un polvo en un retrete (o sea, no tan lejos), y sin embargo se me antojan necesarios por razones diversas. Oportuna, brusca, emotiva puntada pues, sobre el inane bordado de la música española actual que persiste en llamarse “indie”, ésta muy cuidada redición remasterizada del primer disco de los bilbaínos, “Hunted By The Snake”; un vinilo arqueológico y necesario que nos llega de la mano de Discos Crudos y con una crónica explicativa del que fuera su productor, Jaime Gonzalo, creo que os suena.

Deseo y necesidad. A eso, en efecto, sonaban los Cancer Moon (surgidos en el 88, finiquitados en el 94), al menos para un adolescente que necesitaba urgentemente ver reflejados sus impulsos y angustias en espejos, si eran ruidosos mejor. Quizá por eso los pillé a la primera, aunque mi cultura musical fuera entonces rudimentaria -acorde con el lluvioso muermo cultural de la provincia pontevedresa- y las principales referencias de la banda me sonasen aún medio a chino: poco sabía de los Stooges, ignoraba quienes eran los Jesus & Mary Chain, me quedaban muy lejos los spacemen 3 y mi relación con la Velvet había comenzado a contrapelo (Live at max’s Kansas City). Me compré el CD en el Corte Inglés de Vigo, atraído por su portada, en un impulso, sin conocerlos y obligando a poner la pasta a mi padre, que torció el gesto ante la palabra “cáncer”. “¿Esto que es?”. “Un disco”, respondí yo. Siempre me acuerdo de él, que la tierra le sea leve, cuando vuelvo a escucharlo, lo cual, como casi todo lo que no es terrible, es irónico.

Corría el noventa, quizá el noventa y uno. Yo tenía 15 o 16.
Han volado 20 años, y he gastado los últimos tres días dándole la vuelta al vinilo una y otra vez en el plato, y comprobando que, como apunta Gonzalo, “el tiempo no ha pasado por sus arterias”. Por las nuestras sí, claro. Nacida hoy y no entonces, sin embargo, la arisca emboscada de rock claustrofóbico, malsano y reptante urdida por Josetxo Anitua y Jon Zamarripa, núcleo creativo del asunto, seguiría siendo un disco mayúsculo y excepcional. Con toda seguridad, y pese a esa madurez de la que alardea nuestro mundillo, volvería a ser, también, incomprendido y condenado a esa vía dolorosa que incluye el panegírico de los críticos, la indiferencia de la masa, y la final confusión y frustración del creador que, pobre diablo, a menudo no ha comprendido la premisa primera: que él hace lo que hace porque no puede evitarlo y que son otros los que, después, si pueden, sacan beneficio de ahí. Luego, claro, hay egos –no se si el de ellos era así, no lo conocí-´que se retroalimentan con la indiferencia exterior, lo cual, otra ironía feroz, es como nutrirse de arsénico: raramente medimos bien la dosis.



Como tantos otros -aunque pocos con igual talento-, Cancer Moon se asfixiaron aprisionados entre la pura mala suerte, la idiosincrasia patria y, probablemente, su falta de capacidad para corromperse (flexibilidad, le llaman). Su primer disco es una de las piedras angulares de un templo que pudo ser pero jamás se construyó. Ahora restalla a todo volumen, otra vez, atronando a los vecinos con el estruendo de su claustral psicodelia, haciendo levantar la cabeza a los mendigos rusos que se reúnen a beber cerveza en el centro social que tengo enfrente, y pienso si no habrá ganado algo también (así de mezquinos podemos llegar a ser) con la leyenda negra, opaca, deslucida, lluviosa, que estas dos décadas le han arrojado encima; con el malditismo (¿la sabiduría?) que le ha añadido el fracaso, el perfil en negro carbón que han dibujado los tiempos sobre quienes lo crearon, el silencio y las desgraciadas y tempranas muertes, en fin, del cantante Josetxo Anitua y el batería, Jesus Suniaga. Probablemente sí. Así es el mito del que ellos mismos bebían y que formularon con tan desbordada intensidad, uniendo magistralmente interiores y expansión. Con tanto deseo y con tanta necesidad.

Y no es que al disco le falten defectos. Los dos principales, una cierta inconcreción en la estructura de los temas que a veces –si se los mira de cerca- parecen esbozos no terminados, y un discutible uso del inglés -cantado da el pego, escrito no- con el que levantan sus letras, atropellados aquelarres de resonancias presuntamente literarias que a la postre, analizados en la madurez, apenas arrojan unos pocos destellos de poesía real.



Sin embargo, hay demasiada vida pura ahí dentro para reparar en esas cosas, que quedan sepultadas, más que subsanadas, por virtudes contundentes y esenciales.

La primera, las gloriosa expresividad de las guitarras de Zamarripa: vitriólica absenta sonora, versátil, lacerante, inyectada de tradición rabiosa y crepuscular pero también personal, única, distinguible, dúctil y capaz de matices y recovecos. Algo a apreciar como maná en un país que por lo general ha asumido a la Velvet con enfáticas languideces y a los Stooges con un paleto raw power de primaria, esforzadamente trazado con escuadra y cartabón.

La segunda la voz de Anitua, magnífica, capaz de hacer que, de algún modo, entre todo el sinsentido tributario de las letras, uno se quede sólo con las palabras clave que lo significa(ba)n todo: Midnight, Danger, Rock&Roll… Ya sabemos cuales son. Y con los nombres de las mujeres fatales. Y capaz, también, de que se huela el peligro, la droga y el aislamiento, la esencia. Ian Curtis no es una mala referencia: aunque Anitua no era tan gélido, había mucho de contenida violencia intramuros de su desafiante grave vocal.

La tercera, quizá, una variedad estilística esbozada que desarrollarían en sus dos siguientes discos (también excelentes) y que se dejaba intuir en detalles como la pulsación oscuramente funkoide de “Rambling”, o en los sopapos de pop acalambrado, agridulce y eléctrico del porte de “Desert in the Girl” o de mi favorita, ese “Call it Fear” que demuestra que podían pasarse a los Jesus and Mary Chain por la piedra sin pestañear. Porque cuando lo haces mejor que el maestro no se llama influencia. Se llama “jódete”. “Fuck You”, para los amigos.

No es baladí, en todo caso, la comparación con los escoceses. Los Jesus surgieron antes, vale, pero mamaban de las mismas fuentes y, sin hacerse líos, lograban sintetizar sus influencias en un estilo (quizá un estilismo, también) que les era propio. El romanticismo de los Cancer Moon era sin embargo ligeramente distinto, más bronco y más oscuro, menos paisajístico, o, si se quiere, condenado a paisajes de cloaca más que a paisajes de páramo y contraluz. No eran “Cumbres borrascosas”, eran “Informe sobre ciegos”. O lo intentaban, al menos, oscuramente rítmicos, angustiados, sangrantes, poseídos por un inescrutable espasmo interior.

Situados en ese contexto pre-indie que tan vacuos fastos, tan poca raíz, tan poca sangre nos deparó, yo los sitúo, por espíritu, no por sonido, junto a dos bandas tocayas entre sí: Los Bichos y los Surfin’ Bichos. No tienen desde luego, la tóxica y exuberante variedad, el desaliñado clasicismo yonqui de los primeros (también reeditados hace unos años, por cierto), ni tampoco alcanzan la concisión (no pueden, chapurreando en inglés sus listas de referencias) de aquel Alfaro que dos años antes esputaba, hiperlúcido, “Bienaventurados los sucios de corazón/echando cinco duros verán a Dios”, pero un mismo tuétano de idea permeaba su discurso. Ardían. Eso es. Ardían por dentro. Un fuego frío.



Y siguen haciéndolo. En esta reedición el sonido es más nítido, los bajos de “Baster” se escuchan con mucha mayor claridad, magníficos en un acertado segundo plano, las guitarras calcinan el panorama, esplendorosas, como un aura de migraña ondulante en lugar de geométrico, la voz lo toca a uno con su mano retorcida, aunque de algún modo, hable ya desde la ultratumba. Mis temas preferidos suenan más amenazantes y escamosos que nunca (“Rambling”, la reptante pero fluida “Tell Me the Secret” donde la voz brilla con siniestra luz propia, la potentísima “Jimi, Jimi” o las antes citadas), pero incluso las canciones que me parecen más obviamente tributarias (“The Iron Need”, “Cruella Devil”) han pasado el test de la vida y la muerte con nitidez y han vuelto renovadas del olvido.

Comentario aparte para el texto de Gonzalo que acompaña, clásico inmediato de la reseña biográfico/histórica que radiografía sin piedad una Barcelona inusitadamente negra, valleinclanéa a gusto y aplica con lucidez una baza ganadora que a buen seguro le habrá traído no pocos problemas: la capacidad de no mentir y de cantarle a uno las verdades a la cara empezando por las más sucias.

Sabe bien, como todos deberíamos, que un artista puede ser un cretino integral (y suele serlo) sin que por ello deje de ser artista ni un ápice. Sabe también, ¿quién no?, que demasiado a menudo, España devora sin piedad a sus mejores hijos y que lo musical nunca ha sido una excepción. Demasiado a menudo, sí, las mejores de nuestras bandas son condenadas a la indiferencia en vida y reivindicadas sólo años después de la muerte en un ejercicio, el retrospectivo, que puede ser necesario y ejercerse de manera impecable, como es el caso, pero siempre es triste.

Así las cosas, lo que quede de contracultura en el Rock&Roll ha terminado por ser una desolada trinchera de contención, pero uno sabe que cada pequeño y enfermo ladrido de perro, cada infantil arremeter contra molinos, cada sepultado “Hunted By The Snake” nos ha permitido ser lo que somos. Y quizá no nos guste lo que somos, pero aún lo preferimos a la otra opción. Los Cancer Moon son eso: gloriosa música para la trinchera cavada donde se había planeado el templo. La truculenta y equívoca banda sonora del deseo y la necesidad. Una tarea ciertamente sagrada, la suya, y como tal pagada con el olvido general, el desprecio de la historia y la soberana, inadvertida gratitud de unos pocos.

1 comentario:

Frida Ida dijo...

"Que la tierra le sea leve" - Creo que es lo más bonito que he leído en mucho tiempo.